Como si no bastara con los problemas propios de un calendario que se va quedando con pocas hojas, tenemos encima dos graves males. Y de ellos no se escapan los más jóvenes ni los mismos niños.
Por un lado, nos ataca la inflación, una pesadilla que pega duro transversalmente, pero en especial a las familias más vulnerables económicamente, y por el otro nos embiste la violencia de las armas. Que conste que no escribo sobre la guerra en Ucrania, sino de los que observamos a nuestro lado, o a pocas cuadras, cuando mucho.
Los economistas debaten acerca de las cifras que podría alcanzar el alza de precios a finales de año. En el mejor de los casos volará cerca del diez por ciento, aseguran los menos temerosos, pero otros ya se la juegan por números más altos. Como sea, nada auspicioso.
El país conoció otros momentos difíciles, con alto IPC, como en 2008, cuando llegó a un 8,7%. Sin embargo, al año siguiente cayó a un 0,45%, según datos del portal Inflation.eu, lo que ojalá se repita en 2023. Todo depende de la adopción de medidas inteligentes por parte de quienes llevan la pelota bajo la suela. El dato más duro, según la misma fuente, se remonta a 1974, cuando la inflación se disparó a un 586,06%.
Sin embargo, en otros lugares lo han pasado peor. Por ejemplo, está lo que sucedió en Alemania hace casi un siglo, tras la derrota en la Primera Guerra Mundial y durante el periodo de la República de Weimar, cuando el dinero perdió tanto el valor que la gente usaba los billetes para empapelar las paredes o en reemplazo del papel higiénico. Llegaron a imprimir billetes con un valor nominal de diez mil millones de marcos, pero tanto cero no servía ni para comprar medio kilo de salchichas. Fue una de las causas del advenimiento al poder del Führer y sus hordas.
En Venezuela, siempre tan presente para hablar de precios altos, el año pasado el IPC llegó a 686 por ciento, pero en febrero pasado apenas marcó 2,9% y se estima que al final del año no pasará de un 36%. ¿Cómo lo hizo Maduro? Según expertos, recogió cañuela y adoptó medidas liberales, como la dolarización de la economía y la apertura al mercado. De esto, sus admiradores criollos no dicen nada.
Volviendo a casa, bien dicho, a casa, hace años languidecía en nuestro patio un arbolito que crecía muy poco y no producía más que un poco de sombra. Hasta que llegó una visita, entendida en la materia, y nos dijo que los limoneros exigen algunos cuidados especiales para desarrollarse y entregar sus frutos.
Hicimos caso, ahora es un señor árbol y produce en razonable cantidad, suficiente para las necesidades familiares. Un para de veces a la semana lo cosechamos, a razón de unos dos kilos por pasada, y si sacamos en cuenta lo que están costando en las ferias (ni hablar de supermercados) resulta que tenemos un tesoro vivo sin movernos de la mesa. Eso sí, hay que tener cuidado cuando algún limón cae como misil sobre humanos y mascotas. Como el perro es el más metiche, ya ha recibido algún proyectil en pleno lomo. Aun así, bendito ahorro.
El otro tema no tiene que ver con la violencia ocasional que provoca un limonazo loco.
Nos inquieta de sobremanera ver, leer y escuchar como la verdadera violencia impera en nuestras calles y campos. No hay día en que no nos enteremos de algún suceso sacado de una película del salvaje oeste.
Hace un par de noches, nos sorprendió y aterró escuchar ráfagas de algún arma automática. ¿Estarían anunciando que llegó la mercadería o sería el funeral de algún soldado anónimo de un cartel operativo en la zona?
Aunque Santiago sigue siendo el epicentro de tiroteos, asaltos a mano armada, encerronas, portonazos e incluso ataques a tiros a cuarteles de Carabineros o militares, ya nadie puede dudar que la peste, tan grave como el coronavirus en sus peores instantes, está instalada hasta en el último rincón de nuestro territorio.
El viejo sabio Pepe Mujica lo advirtió hace ya varios años, más o menos de esta forma: “El narcotráfico es terriblemente peligroso, porque rompe todos los códigos y parámetros de la violencia. Una vez instalado no reconoce derechos ni valores de los estados ni de los ciudadanos y, para peor, contagia su conducta hasta a los que antes eran delincuentes menores, simples rateros incapaces de herir a sus víctimas”.
Claro y conciso, lo dicho por el ex Presidente de Uruguay nos terminó por caer como ácido en una herida abierta.
La situación se hace más inquietante cuando vemos que la respuesta del aparato social, partiendo por las autoridades, resulta débil, puramente retórica e ineficiente, como con temor a las consecuencias si pasa a la ofensiva.
Mientras tanto, seguimos escuchando las quejas de vecinos que día a día piden mayor protección y respeto a su derecho a vivir en una relativa paz.
Para peor, ya se fijó el alza de las contribuciones, que va a pasar piolita porque los tatas no estamos en condiciones de saltar los molinetes del Metro.
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